Casi otoño


La niña no sabe ya en qué estación cambiar de piel. Constela la soledad y el olvido lo moja en la tormenta que un latido azul pronostica. La niña intenta ganarle tiempo al tiempo pero el tiempo pisa al frente. La niña hace crecer sus raíces hacia abajo y se quema con el agua sólida y tiembla de frío con el verano en las pupilas. La niña no sabe ya en qué estación cambiar de piel y quiere que el color negro en su teclado pueda también sostenerla a ella.

La niña está esperando con cada vez más paciencia y más ganas, hacer parecer su recuerdo a aquel poema de Nicolás Guillén y se despega de las uñas los pesares y de los pies el calzado.

La niña no tiene más opción que sentarse  a la orillita del tren – del que a pesar de ir dentro la arrolla cada que puede- y se prepara para arrojarse a la siguiente estación confiando en que al final la piel se le caiga a alfombras que crujan con casa paso. La niña sabe que nadie va a entenderla y que el tiempo no cura nada. La niña trota en un solo lugar, estática, y entonces subiendo suavecito los brazos exhala a colores para creerse que flota dentro del arcoíris.

Sabe que ya nadie cree que los niños no mienten, que eso era antes, que hasta ahora lo que permanece es que cuando sonríen desaparecen los ojos alarmantes y nacen nuevas patitas de gallos encima de los pómulos, porque es que desde chiquitos nos van enseñando a ignorar el dolor.

La niña a veces deja de marcar números en un teclado para correr a un cuarto pequeño en el que prefiere no encender la luz, canta una estrofa y sube sin sostenerse, las escaleras.

La niña no sabe ya en qué estación está, pero se pinta los labios y escucha los truenos y sin embargo sale sin su chaqueta de capuchita.

A la niña le gusta ahora su color de piel y no recuerda ya qué color dijo que quedaban feos en sus manos.

La niña ya no pronostica
La niña baila bajo la lluvia si cae o con el viento si sopla, y ni siquiera se da cuenta que ha andado millas descalza, y que mejor así.