Antes del telón
Quererlo a él se
me hizo tan dable, tan dócil, tan intenso y tan tenaz.
Quererlo a él me
desactivó los sentidos y me robó la cordura.
Quererlo a él
fue uno de esos “de repente” y sin sentido tan pero tan elocuente que no cabía
en la línea que me unía los labios.
Quererlo a él me
desdobló los dedos, las miradas; y me indujo a pensar en mi alma y a indefinir
el pecado.
Se dibujó en mi
vida como si lo hubiese anhelado desde aquella tarde que lo ví por vez primera,
como si ya nos hubiésemos reconocido las pupilas de cerca, como si nos
hubiésemos hallado libres.
Quererlo a él me
invadió de ganas eternas de escucharlo cantando a mi oído o enmudeciendo a mi
oído el mejor de los silencios.
Me inestabiliza
en el tiempo sin agujas en el que voy girando, me hacer querer huir y hacerlo
aterrizar, me aumenta las líneas en la linde de mis ojos.
Quererlo a él es
mi mayor indebido, mi acción inocente y perdida. Me hizo crecer los miedos y
los deseos, despertó todo lo que me habita sin limitarse siquiera a los
antónimos de la justicia. Me ha transformado las manos, la sonrisa, los abrazos
y el cuerpo entero (con todo y alma) en un voluntad cabalmente ajena de lo que
siempre he sido.
Quererlo a él
fue pronto, fue tarde, fue infinito, fue breve.
Quererlo a él se
ha convertido ahora no más que en esta ascendiente tristeza enorme, de esas que
te reducen el pecho a un punto falto de espacio y repelente al aire, que me va
declinando día a día los telones.
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